lunes, 28 de noviembre de 2011

Una ficción paranoica



Notas sobre Blanco nocturno de Ricardo Piglia
Reseña aparecida en la revista Casa del tiempo 44.



Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato.

Blanco Nocturno, p. 284




Fiel a su teoría de que la novela sólo tiene dos caminos —o  transita por ambos—, la historia de una investigación o un viaje, Ricardo Piglia relata el viaje y la pesquisa en su reciente novela, Blanco nocturno. Distante de los temas que le dan forma a sus anteriores apuestas (Respiración artificial, La ciudad ausente o Plata quemada), el escritor elige como escenario la provincia de su país —el llano pampeano— para armar un relato policiaco: la investigación del asesinato de Tony Durán, un puertorriqueño que emigra de Nueva Jersey a la provincia argentina cautivado por la belleza de las gemelas Ada y Sofía Belladona, quienes provienen de una familia de gran tradición.
     Abordada desde distintas voces, la de un narrador omnisciente, la de algunos personajes que en su declaración de los hechos se apropian del relato, y la voz de Emilio Renzi, un joven periodista enviado de Buenos Aires, la obra parece en ocasiones tomar de pretexto y marco el relato del crimen para contar una historia más oscura y antigua, la historia del campo y su desarrollo económico, pues a partir del asesinato y la natural ruta del dinero como elementos primordiales para comenzar la investigación, el comisario Croce, un detective de vieja escuela y a punto del retiro, conduce el rastreo con un método de su invención (comprender no es descubrir hechos, dice, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad), acaso una deuda con el viejo Gilbert Keith Chesterton y el Padre Brown: hallar lo que a simple vista no se ve pero siempre estuvo ahí.


La celebración de una novela como Blanco nocturno, anunciada desde hace un lustro, se refuerza con la decisión de Piglia de no repetirse sino ampliarse. En su texto aparecen sus obsesiones ya conocidas —el engranaje de la historia y la historiografía, la discusión y mutación de las formas literarias imbricadas en otro género—, obsesiones difundidas mediante sus relatos o sus múltiples ensayos, además de un estilo reconocible y sencillo, forjado en la lectura rigurosa y el trabajo periodístico, una rara mezcla porteña con sombras de Scott Fitzgerald, Faulkner y, tal vez, Onetti.

¿Acaso Piglia construye la novela que teoriza en el mismo texto? ¿Hasta qué punto Blanco nocturno es una novela brechtiana? (Habría que leer las obras de Brecht como un relato policiaco de grandes alcances —quizá sólo Brecht habría visto la historia de la humanidad como una inconmensurable novela negra—. Madre Coraje, víctima y victimaria en su natural inserción en la economía de la guerra.)

Es innegable, según se afirma en el epígrafe de este texto, que algo rompe con la investigación natural del asesinato de Tony Durán, como si el novelista tratara de fabular una realidad y tal vez así otorgarle verosimilitud a la historia. Como si en la construcción de una sociedad y, por ende, de una economía, los miembros entablaran una purga selectiva —incluso inconsciente—, donde todos, aún el más ingenuo e ínfimo, participasen en la destrucción de un hombre (o varios) con el trabajo cotidiano, las labores domésticas o el intercambio monetario: un asesinato por eliminación natural y colectiva cuya autoría se diluye. Para armar la historia, al autor le sirve la descripción del desarrollo de los medios de producción en cierta zona de la pampa argentina y el proceso de la acumulación del capital en las arcas de la familia Belladona, pues en buena medida resultan el sustento de una macroinvestigación para resolver casi cualquier asunto de sangre en esas tierras.

Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, dice un escritor ciego en un famoso ensayo sobre el tema. Y el comisario Croce se arma con las credenciales de un razonador clásico perdido en provincias. Ostenta las virtudes de Auguste Dupin o Holmes, aunque también, en menor medida, la opaca vivacidad de Philip Marlowe. Por último, en su reclusión voluntaria —una toma de postura coherente—, se vuelve un reflejo de Isidro Parodi, el penado que resuelve los enigmas desde la sombra de su celda.  

Y para erigir una historia rural que pretende insertarse en la tradición de la novela argentina, Ricardo Piglia también toma elementos o figuras de otras obras de esa tradición. Así, pueden vislumbrarse rasgos de Don Segundo Sombra y del rastreador que se describe en Facundo al construir un personaje que resulta esencial en la averiguación: el gaucho Hilario Huergo. Dice Domingo Faustino Sarmiento: “Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular”. Evidentemente, Croce pondera al científico y se apropia del método gaucho para avanzar en la resolución del caso. Una teoría de la novela policial basada en la investigación empírica razonada.
     Aunque en la figura de Emilio Renzi Croce enfrenta un caso raro de antagonismo pues conviven dos tipos de detective en la diégesis de la obra. A pesar de que el periodista colabora con la investigación al realizar los encargos del comisario —quien se ha recluido voluntariamente en una clínica mental por la presión del entorno (las fuerzas oscuras colaborando para escamotear a los autores verdaderos del crimen)—, y al final sustituye a Croce en la pesquisa, ambos personajes parecen encarnar figuras arquetípicas opuestas. Croce, como se ha dicho, se halla más cercano a Auguste Dupin y al Padre Brown en el intento de una investigación basada en la experiencia y el cálculo, un rastreador a su modo como Hilario Huergo; Renzi, por su parte, embebido de literatura y problemas personales, se involucra con las sospechosas hermanas Belladona, pierde la dimensión de lo que investiga y se torna vulnerable. Croce prefiere ser un observador independiente. Renzi, inconsciente de su papel, se implica en la trama y pierde distancia.

Luego de leer la descripción del aparato que Luca Belladona llama el mirador, cuya historia es quizá el centro oculto del relato, pienso: habría que establecer de nuevo la historia de la máquina en la literatura argentina —cuyos ejemplos abundan— para descubrir una clave.

Piglia, formado con lecturas de la novela negra de entreguerras —donde los crímenes por lo regular se resuelven—, parece atender la dirección que toman Henning Mankel y su narrativa, donde la naturaleza misma de los crímenes en un mundo aún más complejo no se resuelve sino parcialmente y con alto costo tanto para su investigador, el melancólico Kurt Wallander, como para los involucrados, pues la manera en que se trazan las sociedades propicia que en su mayoría los asesinatos se vuelvan mecánicamente colectivos.
     Es obvio, no queda más.
     La novela policiaca hoy —si se pretende verosímil— no puede ser redonda, pues su materia es un crimen universal donde el horror particular se disipa.

En la literatura mexicana actual no existe una figura literaria que pueda presumir de la lucidez y el trabajo minucioso de Ricardo Piglia y la ansiada espera de alguna de sus obras.
     Frente a Leopoldo Lugones podemos arroparnos en López Velarde. ¿Pero quién es el equivalente en nuestras letras de Borges? ¿Acaso Alfonso Reyes u Octavio Paz? A pesar del aura que los envuelve parecen lejanos. ¿Juan Rulfo y Salvador Elizondo conforman nuestra solitaria infantería? ¿Quién es el equivalente de Bioy Casares, Julio Cortázar, Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Rodrigo Fresán o Macedonio Fernández en la literatura mexicana? Tratar de responder preguntas semejantes puede ser ocioso, pero sólo del ocio nacen los mejores juegos.
    En la lógica de la aritmética literaria que el propio novelista ha establecido, pues afirma que la suma de Borges y Faulkner da Onetti, luego de leer Blanco nocturno me pregunto si la suma de Borges y Arlt da Piglia; o quizá mejor: ¿Piglia es la suma de Arlt y H. Bustos Domecq (a su vez una suma no resuelta de Borges y Bioy Casares)?
     Es probable que no sean números enteros pero el juego, se ha dicho ya, favorece una larga discusión que no terminará aquí.


Ricardo Piglia, Blanco nocturno, Barcelona, Anagrama, 2010, 304 pp.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Un cuarto oscuro



Texto publicado en ad libitum, revista electrónica de la FLM

En cada acto de lectura completo late


el deseo de escribir un libro en respuesta


George Steiner





Si acaso se pudiera, deberíamos desmitificar de una vez por todas, de entrada y para siempre, el camino a la literatura, el que cientos se empeñan en colocar en un pedestal casi como un vía crucis que debe ser referido por una caterva de evangelistas. Vayamos cerca. No seremos Kafka, ni definiremos al hombre de nuestro tiempo como él; no seremos Joyce, porque después de su novela queda poco. De nada vale vivir la vida de Rulfo. ¿A alguien le importa el destino de Pierre Michon? ¿A cuántos les interesa ahora el camino de armas de Cervantes? Es obvio, no será nuestro el empeño de Pierre Menard.

Y es lógico y plausible.

Si no leeremos a cabalidad, la literatura puede quedarse en las bibliotecas a guardar su polvo milenario; y la vida de sus escritores, perderse en un hoyo negro.

K


(No sé por qué siento imperioso el deber de aclarar algunas cosas antes de una retahíla lacrimógena, antes de entrar en materia, quiero decir.)

K


Sin embargo, no puede eludirse, lo que nos agrada es el relato genético, aquel donde se cuenta la forma de un encuentro o una iluminación (o tal vez un ensombrecimiento). Según se ha dicho, ese camino a la literatura es de continuo la historia de una carencia. Puede ser acaso imperceptible y no siempre atender a lo común; el orden al que pertenezca esa falta puede ser casi vulgar. Y el encuentro y la carencia, si coinciden, pueden conseguir resultados insospechados.

K


Se pregunta a menudo a la gente que escribe —porque siempre debe haber un motivo, una explicación— ¿por qué lo hace? Y la respuesta puede abrir una brecha hacia el mal gusto, con frecuencia a la mentira y al regodeo. Una pregunta que no puede responderse a cabalidad. Ya se verá.

Sin embargo, aquí, un ensayo ingenuamente temerario:

Se escribe, en primera instancia, por vanidad y, en segunda, por imitación. La vanidad reina en el mundo, pero la imitación en literatura, si se pretende hacer con propiedad, se da después de haber leído.




K

¿O no?


K


La unión de circunstancias adversas, que poco importan ahora, y la lectura obsesiva de un libro viejo, hallado en una librería de una calle en ruinas, me han llevado a la escritura. Describir o narrar un momento deformado por el tiempo sería hacer un relato de dudosa calidad y el pudor puede más.

K


Mejor preguntar por qué la escritura y ello también nos conducirá a la fantasía.

Se escribe por algo, por supuesto, y es casi una acusación brumosa.

K


Hay que escribir porque hubo esa calle en ruinas de una ciudad casi desaparecida. Porque un libro es también un lugar para ir a vivir, así sea el libro más oscuro de los libros oscuros. Porque abunda la estupidez y la ignorancia y nosotros somos producto de un error, como lo es también la literatura. Escribir porque no importa cómo fue, si hubo un libro o dos o una enfermedad que nos postró, o porque el tedio nos condujo a reunir palabras, o una mañana o una noche cualquiera fuimos relegados o alabados y quizá un resplandor nos elevó luego de una Epifanía. Escribir porque algo tiene de esclavitud y recompensa como cualquier otro oficio. Escribir porque, ya lo dijo Juan Carlos Onetti, el tiempo nos depara una lenta vida idiota como a todo el mundo.
Por eso.

K

Se puede seguir amontonando motivos y todos nadarán las aguas de la cursilería.


K

O no hay que escribir, las calles son hermosas aunque se caigan a pedazos y nos llaman.

K


Me encantaría decir que en un cruce de caminos, cerca del desierto, hice un trato con un hombre de risa maligna para obtener el talento de escribir la Gran Novela…



K

Pero no.


K


Y escribo, quiero creer, porque existió un libro; ese libro es El obsceno pájaro de la noche, la novela de un escritor casi desvanecido de la historia literaria, José Donoso; y de él, otro chileno, Roberto Bolaño, dijo y fue como abrir un hueco: La herencia de Donoso es un cuarto oscuro. En el interior de ese cuarto oscuro pelean las bestias.

K

¿Acaso existe un mayor elogio para un escritor? Lo dudo.

K


Un vaticinio: el rastro de Donoso desaparecerá de las bibliotecas; sin embargo, la batalla que construyó en ese cuarto oscuro seguirá en algún lugar del tiempo. Leer su libro es entrar a esa habitación. Escribir conmocionado por esa negrura es, humildemente, alargar una mano en la penumbra.

El fantasma de Salinger


Texto publicado en El Jolgorio Cultural de Oaxaca

¿Acaso entre las líneas de El guardián entre el centeno se encuentra el germen que inspira cualquier asesinato, según Mark David Chapman? ¿Debe tomarse eso como un elogio o una crítica? ¿Es sólo una lectura posible? Todo lo que rodea a J.D. Salinger y su obra son preguntas. Todo lo que pudo decirnos su autor, antes de optar por el silencio, se halla en unas cuantas páginas trabajadas, aseguran, para un público preciso, la clase media ilustrada, lectora ávida de una revista a modo: The New Yorker.


“Ha muerto el escritor fantasma”. Eso debió decir la prensa de un autor del que poco se sabía y quizá poco se debía saber. Siempre será mejor, supongo, su leyenda, el mito de perderse lejos del lamentable espectáculo de la farándula literaria y dejar su literatura en el centro del escenario para que hable sola y se imponga entre los lectores, como ha sucedido.


La obra asesina, la que es necesario ponderar, El guardián entre el centeno, no es una novela de formación, es una novela del miedo, la soledad y la derrota. No es poco. Quizá por ello, como se ha exaltado, una masa de lectores se apropia del texto y de la sistemática repulsión de su personaje por el mundo y su situación contradictoria, un adolescente extraviado en su propia vida, renuente a todo, menos a la literatura. Las pequeñas cosas del mundo le atraen pero desprecia la estructura, el juego que él también ayuda a perpetuar. Porque los personajes de Salinger, siempre excepcionales, se hallan en conflicto eterno con lo inmediato, les desagrada su comodidad y el camino trazado e impuesto por otros. Sin embargo, la mayoría continúa y se instala, confirmando que no hay remedio, la condena es irreversible.


Más preguntas. ¿De allí viene Chapman, acaso el mejor lector de su obra, el que entiende el mensaje cifrado y lo lleva a la práctica?


La aparente sencillez de los textos de Salinger es casi un magisterio. Podemos apreciar su mano detrás de los relatos. Sus personajes están casi vivos, se materializan a través de su propio lenguaje. Porque también a su modo, como Hemingway, fue especialista en el diálogo, lo impone como la manera más efectiva de construir una personalidad en tres dimensiones.


Es repetir lo mismo.


Se aprende a escribir ocultando y ocultándose, se ha dicho. El ejemplo de lo anterior cunde en sus relatos y en su propia vida, un relato más que quizá vanamente pretendía concluir con su muerte. Es difícil que termine aún. Todo lo contrario. El autor que aspiraba a desaparecer y cuyas novelas inspiraban la muerte se ha reunido con los suyos, ha completado el círculo, ha vuelto a la literatura.

Un reposo en la muerte


Texto publicado en El Jolgorio Cultural de Oaxaca

“Entonces, ¿lo único verdadero es el mal?”, se pregunta con verdadera sorpresa el narrador de El Jardín de los Suplicios, novela cruel y oscura de Octave Mirbeau (1848-1917), al final de la primera parte, luego de comprobar con turbada alegría que a Clara, la mujer de la que se enamoró apenas días atrás, no le importa la mentira que ha construido sobre su historia personal, al contrario, la estimula. Ambos viajan en un barco con rumbo a las costas de Ceilán por motivos esencialmente distintos: ella motivada por el placer frívolo; él —bajo la sombra de una identidad falsa— obligado por los escándalos de corrupción en los que se ha inmiscuido en París por el consejo de una dudosa amistad. Con el ánimo de esa revelación, Clara convence a su nueva pareja de huir al oriente, a vivir el goce del sexo a cabalidad y entre la abundancia, lejos de la fama que los rodea.


La novela de Mirbeau comienza en un salón parisino con la discusión de un grupo de intelectuales sobre las ventajas del asesinato, la necesidad del crimen para la construcción de una sociedad moderna e inteligente. Entre los caballeros que discuten con elocuencia los valores de la sangre y el exterminio se halla nuestro narrador, quien para ilustrar el mundo ideal del que hacen alarde relata su historia personal, desde la huida de París a Ceilán, su enamoramiento en alta mar de Clara, una hermosísima dama inglesa, hasta su arribo a China entre los más altos placeres, y la desconcertante experiencia de su incursión —de la mano de su amada— a la cárcel china que alberga "El Jardín de los Suplicios", un lugar donde la destrucción brutal y creativa de los penados, el relato del martirio y los juegos sanguinarios llevan a Clara a los más agudos vuelos del orgasmo; un sublime jardín que en la mente de su narrador parece extenderse, en variadas formas, por el universo entero.


Una implacable toma de postura en su contexto histórico y geográfico, el brumoso tiempo del caso Dreyfus, la novela de Octave Mirbeau, que en ocasiones raya la perfección, no desmerece en nuestros días y en gran medida cobra el peso de un clásico. Relatada con una cadencia casi musical y una minuciosidad sorprendente, sobre todo en lo que se refiere a la tortura y sus efectos, El Jardín…, uno de los textos más celebrados y conocidos del escritor francés, se impone desde su planteamiento como una obra que pretende despertar el regodeo en placeres desconocidos o guardados de manera acuciosa en nuestros jardines más secretos, éxtasis que sólo hallarán reposo en la muerte.


El Jardín de los Suplicios, Octave Mirbeau, tr. Lluís Maria Todó, Impedimenta, Madrid, 2010, 230 pp.

El estilo Banville



Texto publicado en El Jolgorio Cultural de Oaxaca


Si lo reducimos a la anécdota, a la trama pura del relato, la novela de Banville, en este caso El mar, no nos dice nada, no va a sorprendernos. Si el tratamiento es entonces nuestro interés, allí radica el peso de su prosa y se aprecia al instante. Como los temas han sido agotados desde hace ya mucho tiempo, al volver al relato de la condena, el regreso, la recapitulación de una vida, la convalecencia por la muerte cercana, éste no puede abordarse sino desde ópticas y distancias diferentes. Eso lo distingue.


El mar es el ejemplo más vivo de una literatura que nos contará las mismas historias pero desde nuevos desconciertos o, por qué no, nuevas confusiones, desde un romántico y extraviado amor por la lengua. Se nos dice: el dolor será mayor en un relato no al enunciarse sino al recrearse, es decir, al provocarse en el lector. Para algunos resultará de mal gusto decirlo con toda claridad: El mar no es una novela sobre el dolor, sino una novela que duele.


Los calificativos a la prosa del irlandés son un síntoma. Si Banville es un “estilista del lenguaje”, como lo definió George Steiner, se concluye que, a diferencia de muchos escritores en lengua inglesa y por desgracia de otros tantos en nuestras lenguas cercanas, nos hallamos frente a un escritor con un estilo propio. Sorpresa gratificante y contemporánea. Se pondera su tratamiento del lenguaje, su meticulosidad, la paciencia de encontrar y pulir una frase auténtica y desnuda, el talento para conducir y dosificar un relato, armas y condiciones que deberían compartir, casi como un credo, los narradores que se precien.


¿Banville, por tanto, es un extraño en la prosa inglesa contemporánea? Se necesitaría conocer a cabalidad esa literatura, pero ése es el resumen de su crítica más celebrada. Ya se ha dicho, Banville se impone como un escritor con un estilo propio que sorprende y maravilla como maravillan los clásicos. ¿Cómo se distingue hoy la prosa de un escritor y otro? ¿Qué se persigue hoy que no sea una anécdota rimbombante? Frente a nosotros, la enfermedad se descubre: el estilo ha dejado de cultivarse.


John Banville, El mar, Anagrama (panorama de narrativas 644), Barcelona, 2005, 219 pp.

Sombra de Pierre Michon



Texto publicado en El Jolgorio Cultural de Oaxaca


No es difícil comprender que, en ciertas épocas —sobre todo en los tiempos que corren—, recae en unos cuantos escritores el peso de toda una literatura. Hoy, porque también tiene portavoces, la literatura habla desde los textos de un francés que rehuye los escaparates: Pierre Michon. Un nombre que debe escribirse aparte y no tomarse a la ligera. Su incursión en las letras es una historia que podría contar él mismo y en cierto sentido lo intenta. Un oculto inventor de libros secretos en los que la literatura se sostiene para preservar un tiempo más su llama moribunda. Un escritor cuya vida insignificante sólo debe referirse como si de un gran personaje se hablara. Y allí ha encontrado el anchuroso cauce de su trama: desde la grandilocuencia y el cuidado de los relatos más puntuales, y desde la imaginación y lo potencial —nos comprueba—, es posible elaborar impecables y fulminantes biografías de lo mínimo.


Este espacio no alcanza más que para subrayar un asombro.


La aparición de un texto hoy casi mítico, Vidas minúsculas, supuso el primer impulso de construir una de las más cuidadas autobiografías desde la periferia. Y pronto vino un caudal. En Rimbaud el hijo, el escriba escudriña la vida como obra de arte; en Señores y sirvientes, planta una duda en la belleza de lo perceptible; en Cuerpos del rey, grafica desde el ensayo el trazo de su estirpe literaria; en Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, narra el origen de un mundo, y a su modo, la historia misma de los orígenes.


Nada que pueda decirse aquí o donde sea puede abarcarlo, sólo su lectura.


“¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin?”, se pregunta el narrador en las últimas líneas de Rimbaud el hijo. Al parecer, Michon ha ensayado con seriedad una suerte de respuesta en sus propios textos, la sutil maquinaria de la lengua se activa en ellos. Y, así, las preguntas llegan como campanadas.


¿Quién puede ser? ¿De dónde podría venir? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que la literatura se reanude luego del paso de Pierre Michon? Lo dijimos arriba, hoy la única esperanza verdadera está en su pluma. No tenemos más. Encendamos lo que haya que encender —o incendiar— en honor a sus letras.

La visita cariñosa de la Patria




En septiembre de 2010 se publicó este texto en La Jornada Semanal.


“Nos parecía la visita cariñosa de la Patria”, dice Guillermo Prieto de la llegada de Andrés Quintana Roo a una de las sesiones de la recién creada Academia de Letrán. Si se le da en llamar el primer intento serio de conformar una literatura nacional, no deja de sorprender y parecer del todo significativa la crónica que de ese suceso hace el autor de Memorias de mis tiempos en uno de los apartados de su libro. Narrado con ingenuidad y cierta ilusión, como si de alguna manera supiera que allí comenzaba la historia de la literatura nacional, Prieto detalla la penosa fundación de la Academia, primero, en la habitación tétrica de José María Lacunza (podríamos decir que toda literatura nace de un cuarto oscuro o de una oscuridad profunda) y, luego, tras un discurso heroico y un empobrecido banquete en alguno de los salones del edificio que, como bien apunta, era una ruina poco presumible, con una biblioteca donde se entregaban las arañas a su oficio, la figura queda cerrada: la literatura mexicana nace de un cuarto oscuro, una biblioteca abandonada y una ruina. ¿Esos signos no son suficientes para conformar una idea romántica de las letras nacionales?


Justo, los miembros de la Academia vieron aparecerse a uno de los hombres representativos de la nación, que comenzaba su atropellada vida independiente. Quintana Roo arribó como un espíritu a la sesión inaugural de la Academia y cada gesto debía tomarse como tal. La patria se aparecía bajo el sombrero de don Andrés para plantar en el suelo de un edificio que hoy no existe en ninguna parte —otro signo inequívoco, una literatura cuya raíz flota en el aire— las botas de la historia que en sus pies venían a dar el aval, el consentimiento definitivo para que de una vez y para siempre las letras comenzaran su vano empeño.


Y como toda escuela que se erige a partir de una ocurrencia, las sesiones del recién inaugurado parnaso nacional resultaron parecidas a un cómico taller poético en el que, a poco, la ignorancia supina de unos y la sapiencia y disciplina de los menos se mostraban como las luces negras del cuarto de Lacunza.


En esas lúgubres sesiones fundacionales hizo romántica presentación el Nigromante, Ignacio Ramírez, entonces sólo un muchacho de diecinueve años que causó conmoción con tres palabras, seguidas de un discurso: “No hay dios.” Ya que el grueso de los concurrentes a esos convites eran liberales, Ramírez no fue echado del recinto, por el contrario, se quedó como un miembro más e introdujo grandes temas a la discusión cotidiana, además de presentarles textos de grandes autores para la mayoría desconocidos.


La oveja negra había llegado.


¿Qué puede decirse de una literatura que se inaugura de esa forma? Quizá la literatura mexicana no se funda en ese instante. La intención de otorgarle un matiz genético a un relato, a un hecho específico, jugar con fuerzas supuestamente superiores, es pretexto vil para reflexionar sobre ello. Guillermo Prieto nos lo deja ver en su crónica: ese es su legado.


Ninguna literatura se funda entre paredes o en descampados. Toda literatura nace y muere en sus textos. Lo demás, el relato alrededor, el cuarto ya para siempre oscuro de José María Lacunza, la intención de una estética por renovar y hacerla nuestra, la llegada de Quintana Roo como un penitente a la hora precisa, trayendo en los hombros el peso de la historia, la reunión de algunos muchachos en los huecos de una ruina hoy desaparecida, todo ello es también literatura.


El relato de Guillermo Prieto es de cierta manera la génesis necesaria, el mito fundacional del que nace toda empresa humana. Podemos verlo así: Memorias de mis tiempos como el evangelio de un gesto, palabras que se desvanecen en el aire, no sólo los recuerdos de la vida de un personaje crucial en la historia del México decimonónico, sino una promesa. Porque ¿qué diferencia hay entre una promesa y fundar una literatura?

martes, 20 de abril de 2010

Noticia de un deceso


Hora y media después de llegar a casa, y de que una oficial me dijera que en el departamento de al lado se hallaba el cadáver de una mujer, bajamos a conversar con la policía. Nos dijo que habían recibido la llamada del médico vecino mío (que realmente no es médico sino estudiante de medicina), quien al llegar a casa por la noche descubrió muerta a su novia, una chica de 22 años. Quizá pudo haber muerto intoxicada con gas, propuso el semigaleno, o tal vez tomó algo. Nuestro instinto de investigadores privados (cultivado a través de nuestras ingenuas lecturas de Chesterton, Hammet, Chandler y Mankell) nos llevó a especular que resultaba por demás extraño una muerte por gas, ya que nosotros convivimos con una preocupante fuga en casa durante algunos meses sin consecuencias funestas. Mi colega -somos casi H. Bustos Domeq- propone que los médicos con frecuencia experimentan con sustancias en los cuerpos de otros y en los suyos. Podría ser. Aguardarán la autopsia y, mientras, el médico se halla detenido hasta que se aclaré el deceso. La agente que nos informó de todo, una mujer de ojos tristes, miraba hacia la nada y repetía que nadie conoce el mundo íntimo, secreto, de las parejas. Lo más extraño para mí es que, a pesar de tener algunos meses viviendo junto a nosotros, nunca conocí al médico. Mi colega sí, se lo topó varias veces en el elevador y alguna vez, hace un par de días, charló con él. Era un chico muy serio, dijo; curiosamente, el muchacho se parecía a Archie. Próximamente, los avances de nuestras investigaciones.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Pereza en ruinas


Siempre me he preguntado por qué no escribo más en este blog. Nunca tengo una respuesta. Quizá porque este espacio sirve de veras como una caja vacía en la que a veces meto unas fotos y algunas palabras que por lo regular dicen lo mismo. Hay quien escribe a diario de su vida insulsa. Yo podría hacerlo pero me abandono. Otros anuncian sus grandes logros, su inserción en la cartelera cultural y en el mundo libresco de este país en ruinas. No me falta vanidad, pero sí me sobra pereza. Eso debe ser. Adiós a la literatura, bienvenida la pereza... Ni hablar.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Imaginario fantasma


Así, un cielo limpio para poner en sus alacenas aire como agua. Los palacios nadando con pereza en un cielo de plata y el lenguaje que recuerda poetas azules. Cómo se extraña el desastre y la mugre cuando todo es resplandor y se disfruta. Amargada el alma de quien compadece al que transita por una calle libre, casi sin notarse. Círculo vicioso del tiempo, máquina de nubes que se pierden.

viernes, 23 de octubre de 2009

Desazón en Hollywood


Después de que uno ha visto una película cuya idea resulta atractiva, pero su puesta en pantalla un auténtico desastre, se siente una verdadera desazón suprema. Qué podemos hacer, no es posible reinventar Hollywood.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Vuelve el adiós

Hace unos días, este espació había desaparecido, según un aviso de Blogger. Extrañamente ése sí era el adiós definitivo. Aunque no lo visito a menudo y mucho menos escribo en él, la nostalgia de lo desaparecido para siempre se me instaló en una pantanosa región de la cabeza. Sin embargo, aquí está de nuevo, sin explicación alguna. Así como se fue, volvió. A la desidia otra vez, a instalarse en la monotonía del abandono. Bienvenidos, otra vez, al retiro, al largo adiós.

sábado, 1 de agosto de 2009

Desde fuera


Recorrer las avenidas de siempre, encontrarse con una tarde luminosa y una hilera de charcos, y la demasiada luz que forma paredes con el polvo, retornan a cualquiera a las páginas impresas. No hay remedio. Se abandona la literatura pero no la nostalgia de ese túnel. Se vuelve de a poco, casi como una enfermedad que renace.

jueves, 10 de julio de 2008

Escribir, dejar de hacerlo

Como decía meses atrás aquí mismo: difícil escribir todos los días, tratar de escribir una página decente cada mañana. Admirable quien escribe diario como si fuese el desayuno. Todo es un proceso mental. Al menos así lo creo. Para otros, supongo, ese proceso en el que maduran las palabras y las frases es continuo. Para mí es fragmentado, la maduración es lenta. Claro, si me impongo un ritmo de escritura es seguro que lo cumpla. El resultado, empero, sera una auténtica trama de barbaridades. Necesitaría escapar del mundo para hacerlo. Porque el mundo me distrae de la escritura (afortunadamente). Necesitaría de una habitación cerrada, del mundo detenido, callado, lejos de la cabeza. Pero sin el mundo moviéndose difícil también la escritura, imposible un milagro secreto de factura borgesiana. La escritura requiere del tiempo que corre, de los segundos que se utilizan para escribir esta palabra. Ergo, escribir y dejar de hacerlo resultan una actitud semejante, un círculo vicioso en el que, una vez adentro, hay que perder toda esperanza.

lunes, 30 de junio de 2008

Volverán las ruinas y vendrán del cielo


Una buena manera de abandonar la literatura (cosa que, a pesar de todo, veo difícil mas no imposible), pienso, es hablar de otros asuntos, no lejanos pero sí distintos.
Veremos.
Últimamente subo a la azotea de mi edificio y busco la ruta de los aviones comerciales sobre la ciudad de México (si es que la recurrente niebla lo permite, claro). Aterriza uno cada tres o cuatro minutos. Sólo basta mirar un poco para ver, se dice. Cuando estoy en casa, en ocasiones, imagino los aviones cada cuatro minutos volando encima de nuestras cabezas. Algo parecido a mirar en un estante un libro cerrado y ya leído y pensar, si es una novela, en las acciones que en ella se cuentan. Ciertas correspondencias, similitud de formas que no son complicadas de descubrir si se mira, si se toma un segundo.
Pero los aviones, quizá desde un suceso por todos conocido, me hacen soñar en bombardeos, en catástrofes cercanas a una singular, a una soberbia obra de arte. En otro momento vi un pesado avión militar sobre la ciudad y es una imagen que conservo. La posibilidad de que hubiera un bombardeo en México, como en Beirut, como en Palestina, se me figuró casi palpable.
Lo digo de nuevo, siempre lo he dicho: crecimos con una fascinación enferma por la violencia. Una violencia que norma nuestras vidas y asoma en cualquier instante, una estética del Apocalípsis que nos gobierna. Lo curioso es que no siempre es para mal. La violencia puede atraer la depresión pero, también, promover la creatividad. Destruir con inteligencia, con ingenio. Otra forma de incidir en el mundo.
Sin embargo, me apasiona más imaginar, recrear en un relato, la hipotética destrucción de la ciudad de México.
Indudablemente la ciudad será destruida, no importa cómo. Seguro no estaremos para verlo, no es nuestra la suerte.
Si al final no abandono la literatura, emprenderé la escritura de una novela apocalíptica que se cocine en las entrañas de la colonia Juárez o en los ruinosos edificios de la Candelaria de los Patos.
Será un acto catártico.