lunes, 28 de noviembre de 2011

Una ficción paranoica



Notas sobre Blanco nocturno de Ricardo Piglia
Reseña aparecida en la revista Casa del tiempo 44.



Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato.

Blanco Nocturno, p. 284




Fiel a su teoría de que la novela sólo tiene dos caminos —o  transita por ambos—, la historia de una investigación o un viaje, Ricardo Piglia relata el viaje y la pesquisa en su reciente novela, Blanco nocturno. Distante de los temas que le dan forma a sus anteriores apuestas (Respiración artificial, La ciudad ausente o Plata quemada), el escritor elige como escenario la provincia de su país —el llano pampeano— para armar un relato policiaco: la investigación del asesinato de Tony Durán, un puertorriqueño que emigra de Nueva Jersey a la provincia argentina cautivado por la belleza de las gemelas Ada y Sofía Belladona, quienes provienen de una familia de gran tradición.
     Abordada desde distintas voces, la de un narrador omnisciente, la de algunos personajes que en su declaración de los hechos se apropian del relato, y la voz de Emilio Renzi, un joven periodista enviado de Buenos Aires, la obra parece en ocasiones tomar de pretexto y marco el relato del crimen para contar una historia más oscura y antigua, la historia del campo y su desarrollo económico, pues a partir del asesinato y la natural ruta del dinero como elementos primordiales para comenzar la investigación, el comisario Croce, un detective de vieja escuela y a punto del retiro, conduce el rastreo con un método de su invención (comprender no es descubrir hechos, dice, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad), acaso una deuda con el viejo Gilbert Keith Chesterton y el Padre Brown: hallar lo que a simple vista no se ve pero siempre estuvo ahí.


La celebración de una novela como Blanco nocturno, anunciada desde hace un lustro, se refuerza con la decisión de Piglia de no repetirse sino ampliarse. En su texto aparecen sus obsesiones ya conocidas —el engranaje de la historia y la historiografía, la discusión y mutación de las formas literarias imbricadas en otro género—, obsesiones difundidas mediante sus relatos o sus múltiples ensayos, además de un estilo reconocible y sencillo, forjado en la lectura rigurosa y el trabajo periodístico, una rara mezcla porteña con sombras de Scott Fitzgerald, Faulkner y, tal vez, Onetti.

¿Acaso Piglia construye la novela que teoriza en el mismo texto? ¿Hasta qué punto Blanco nocturno es una novela brechtiana? (Habría que leer las obras de Brecht como un relato policiaco de grandes alcances —quizá sólo Brecht habría visto la historia de la humanidad como una inconmensurable novela negra—. Madre Coraje, víctima y victimaria en su natural inserción en la economía de la guerra.)

Es innegable, según se afirma en el epígrafe de este texto, que algo rompe con la investigación natural del asesinato de Tony Durán, como si el novelista tratara de fabular una realidad y tal vez así otorgarle verosimilitud a la historia. Como si en la construcción de una sociedad y, por ende, de una economía, los miembros entablaran una purga selectiva —incluso inconsciente—, donde todos, aún el más ingenuo e ínfimo, participasen en la destrucción de un hombre (o varios) con el trabajo cotidiano, las labores domésticas o el intercambio monetario: un asesinato por eliminación natural y colectiva cuya autoría se diluye. Para armar la historia, al autor le sirve la descripción del desarrollo de los medios de producción en cierta zona de la pampa argentina y el proceso de la acumulación del capital en las arcas de la familia Belladona, pues en buena medida resultan el sustento de una macroinvestigación para resolver casi cualquier asunto de sangre en esas tierras.

Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, dice un escritor ciego en un famoso ensayo sobre el tema. Y el comisario Croce se arma con las credenciales de un razonador clásico perdido en provincias. Ostenta las virtudes de Auguste Dupin o Holmes, aunque también, en menor medida, la opaca vivacidad de Philip Marlowe. Por último, en su reclusión voluntaria —una toma de postura coherente—, se vuelve un reflejo de Isidro Parodi, el penado que resuelve los enigmas desde la sombra de su celda.  

Y para erigir una historia rural que pretende insertarse en la tradición de la novela argentina, Ricardo Piglia también toma elementos o figuras de otras obras de esa tradición. Así, pueden vislumbrarse rasgos de Don Segundo Sombra y del rastreador que se describe en Facundo al construir un personaje que resulta esencial en la averiguación: el gaucho Hilario Huergo. Dice Domingo Faustino Sarmiento: “Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular”. Evidentemente, Croce pondera al científico y se apropia del método gaucho para avanzar en la resolución del caso. Una teoría de la novela policial basada en la investigación empírica razonada.
     Aunque en la figura de Emilio Renzi Croce enfrenta un caso raro de antagonismo pues conviven dos tipos de detective en la diégesis de la obra. A pesar de que el periodista colabora con la investigación al realizar los encargos del comisario —quien se ha recluido voluntariamente en una clínica mental por la presión del entorno (las fuerzas oscuras colaborando para escamotear a los autores verdaderos del crimen)—, y al final sustituye a Croce en la pesquisa, ambos personajes parecen encarnar figuras arquetípicas opuestas. Croce, como se ha dicho, se halla más cercano a Auguste Dupin y al Padre Brown en el intento de una investigación basada en la experiencia y el cálculo, un rastreador a su modo como Hilario Huergo; Renzi, por su parte, embebido de literatura y problemas personales, se involucra con las sospechosas hermanas Belladona, pierde la dimensión de lo que investiga y se torna vulnerable. Croce prefiere ser un observador independiente. Renzi, inconsciente de su papel, se implica en la trama y pierde distancia.

Luego de leer la descripción del aparato que Luca Belladona llama el mirador, cuya historia es quizá el centro oculto del relato, pienso: habría que establecer de nuevo la historia de la máquina en la literatura argentina —cuyos ejemplos abundan— para descubrir una clave.

Piglia, formado con lecturas de la novela negra de entreguerras —donde los crímenes por lo regular se resuelven—, parece atender la dirección que toman Henning Mankel y su narrativa, donde la naturaleza misma de los crímenes en un mundo aún más complejo no se resuelve sino parcialmente y con alto costo tanto para su investigador, el melancólico Kurt Wallander, como para los involucrados, pues la manera en que se trazan las sociedades propicia que en su mayoría los asesinatos se vuelvan mecánicamente colectivos.
     Es obvio, no queda más.
     La novela policiaca hoy —si se pretende verosímil— no puede ser redonda, pues su materia es un crimen universal donde el horror particular se disipa.

En la literatura mexicana actual no existe una figura literaria que pueda presumir de la lucidez y el trabajo minucioso de Ricardo Piglia y la ansiada espera de alguna de sus obras.
     Frente a Leopoldo Lugones podemos arroparnos en López Velarde. ¿Pero quién es el equivalente en nuestras letras de Borges? ¿Acaso Alfonso Reyes u Octavio Paz? A pesar del aura que los envuelve parecen lejanos. ¿Juan Rulfo y Salvador Elizondo conforman nuestra solitaria infantería? ¿Quién es el equivalente de Bioy Casares, Julio Cortázar, Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Rodrigo Fresán o Macedonio Fernández en la literatura mexicana? Tratar de responder preguntas semejantes puede ser ocioso, pero sólo del ocio nacen los mejores juegos.
    En la lógica de la aritmética literaria que el propio novelista ha establecido, pues afirma que la suma de Borges y Faulkner da Onetti, luego de leer Blanco nocturno me pregunto si la suma de Borges y Arlt da Piglia; o quizá mejor: ¿Piglia es la suma de Arlt y H. Bustos Domecq (a su vez una suma no resuelta de Borges y Bioy Casares)?
     Es probable que no sean números enteros pero el juego, se ha dicho ya, favorece una larga discusión que no terminará aquí.


Ricardo Piglia, Blanco nocturno, Barcelona, Anagrama, 2010, 304 pp.